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lunes, 31 de julio de 2017

El cerro de la Santa Cruz y los volcanes de Antigua





Toda Antigua


Desde niño sentí fascinación por la palabra escrita; por los libros. Desde ese entonces a la actualidad, he tenido la oportunidad de que diferentes autores motiven mi imaginación en dirección a los lugares más variopintos, desde las peligrosas favelas en Rio de Janeiro que describe Paulo Lins en su libro “Ciudad de Dios” hasta las frías calles de Moscú en la historia que escribió Máximo Gorki en su libro “La madre”. Gracias a Gorki y muchos otros autores de diferentes épocas, también he tenido la oportunidad de viajar en el tiempo como lo hice con “La isla bajo el mar” de Isabel Allende, en la que exploré las calles de Port au Prince en Haití durante el dominio francés a este país caribeño y las colonias burguesas afrancesadas de Santo Domingo, República Dominicana. La habilidad de Isabel Allende para describir con precisión quirúrgica los detalles de la vida de los esclavos africanos en las plantaciones de caña de azúcar, me hizo aborrecer el maltrato y las diferencias raciales que nos han degradado como seres humanos a lo largo de la historia. He recorrido las calles empedradas de Inglaterra cientos de veces gracias a las palabras de Arthur Conan Doyle y Oscar Wilde, he navegado el Mississippi, a través de las hojas de “Huckleberry Finn” o explorado lugares salvajes de África gracias a la pluma de Haggard en su libro “Las minas del rey Salomón”, todo esto sin tener que salir de mi casa, gracias a que un hábil escritor tuvo el talento para expresar lo que veía y lo que sentía en hojas en blanco que sirvieron de lienzo a su imaginación. Imaginación que sirvió de combustible a mi hambre de ver el mundo, ganas de ver todos aquellos lugares con mis propios ojos y experimentar en carne propia las aventuras de todos esos personajes que han hecho de mi mundo un lugar menos aburrido. Menos rutinario.
Fue así como comenzó uno de mis grandes sueños, el cual estoy viviendo hoy día. Poco a poco me he convertido en el arquitecto de mis sueños, el encargado de diseñarlos tal cual me gustan y el responsable de ver que se hagan. Y es así como he llegado a este punto, en el que he dejado de ser yo el que está sentado leyendo para convertirme en el que está relatando la historia de los maravillosos lugares que he tenido la oportunidad de ver con mis propios ojos. Lugares que me han inspirado a plasmar en archivos de Word cientos de historias y personajes basados en lugares y personas reales que he conocido a lo largo de mi camino. Hace un año que paso la aventura que ahora escribo, y con la cual cerré mi viaje por Belice y Guatemala. Un año es tiempo suficiente para que pasen muchas cosas y también para aprender, pero si pudiera dar un resumen de las grandes lecciones que me han dejado todos estos días, seria esta: no hay nada mejor en este mundo que ir a buscar lo que a uno le hace feliz, aun si se tiene que lidiar con las críticas de las personas que no creen en ti. Aun si tus amigos y familiares tratan de disuadirte de que estas tomando un camino extraño por el simple hecho de que no saben a dónde te diriges, vale la pena amigo mío, aun si ni siquiera tu sabes a donde te diriges, o si las circunstancias te hacen cambiar tu estilo de vida por una mochila con pocas pertenencias, al final de cuentas, el levantarme cada mañana y ver al tipo que me regala una sonrisa sincera todos los días al otro lado del espejo, no tiene precio. Pero ya me desvié, la lección es esta: Si algo te hace feliz, hazlo.
Fue así como hace un año, con el sentimiento de por fin empezar a realizar lo que siempre había deseado, abrí los ojos esa mañana a finales de julio. Con la boca pastosa por culpa de la sed, salí a la calle a ver que compraba por unos cuantos quetzales. Era domingo y las calles estaban vivas, rebosando de gente que iban de un lado a otro, muchos de ellos iban a instalar sus puestos de comida en el mercado y otros tantos se dirigían a sus servicios religiosos, se veían testigos de Jehová, católicos, cristianos y por supuesto los mormones, a los cuales reconocí por su ropa: camisa blanca, pantalón de vestir y corbata. Me acerqué y les pregunté en qué dirección estaba la capilla. Regrese a la habitación que nos había rentado la tía y levante a Melanie y Carlos para que fuéramos a la iglesia. Nos pusimos nuestras mejores ropas, que en mi caso consistió en un pantalón no tan sucio y la única camiseta limpia que me quedaba.

Iglesia amarilla "La buena voluntad del pueblo"


Los servicios fueron los mismos que hubiéramos tenido en México o en cualquier otra parte del mundo, por lo que no hablare de ellos en esta ocasión. Después de esto fuimos a conocer Antigua de día, la noche anterior solo habíamos tenido la oportunidad de ver la ciudad iluminada por la luz de la luna, los faroles de las calles y las luces de las casas, comercios e iglesias. Aun así, Antigua tuvo lo suficiente como para enamorarnos, aunque debo decir que con la luz natural del sol pegando sobre los edificios, la belleza de la ciudad colonial pasaba a otro nivel. Un anillo de cerros rodeaba el pequeño valle como si quisiera cuidar su belleza de manos invasivas, como si Antigua fuera un secreto, una perla entre las cordilleras de Guatemala, aunque en realidad algunos de estos cerros eran volcanes, volcanes que según nos contaron los pobladores aún seguían activos. Las iglesias y las casas hablaban de un pasado español muy marcado, mientras que la población y la cultura nos hablaban de un presente indígena del cual los lugareños se sienten muy orgullosos. Cualquiera que visite Guatemala se va a enamorar de dos cosas, lo primero, sus paisajes y después su gente. Los locales son personas cálidas como el latino sabe serlo y amables como solo el guatemalteco sabe.

¿Nubes o el humo de los volcanes?

Ya que hace un momento hable de religión, sería un pecado que no hablara de la gastronomía guatemalteca y lo que comimos ese día. Para ajustarnos a nuestro corto presupuesto decidimos dirigirnos al mercado, donde encontramos un puesto en el que una señora vendía frutas de todos los tipos, desde mango, papaya, jícama, pepino, piña, coco, entre muchas otras. No perdimos el tiempo y compramos montones para ir comiendo mientras caminábamos entre las calles y callejones de la ciudad, las comisuras de nuestros labios chorreaban por lo jugoso de las frutas mientras que nuestras papilas gustativas se encendían al sentir lo dulce que es la fruta que crece en esa parte del país. Y hablando de frutas, hay que hablar de una de las más fáciles de cultivar en esta región y por la que son bastante famosos en el país los antiguenses: el cacao. Podíamos ver puestos por todos lados que se encargaban de vender los productos derivados del cacao, desde jabones hasta el delicioso chocolate, el cual había combinado con todos los sabores que a uno se le puede imaginar, con vainilla, fresa, frambuesas, arándanos, almendras, zanahoria, calabaza e incluso unos más exóticos que combinaban tocino, los cuales no me decidí a probar (Y me arrepiento). Un paraíso para todo amante del dulce e incluso para los que no también, porque también contaban con chocolate del tipo amargo el cual era excelente.

El templo de las chocoaventuras

Caminamos un rato hasta que por fin llegamos a un arco enorme de piedra pintado con un color amarillo ligero. Por lo que nos pudimos dar cuenta, este era uno de los monumentos icónicos de la ciudad. A unas cuantas cuadras de ahí se alzaba el cerro de la cruz, al cual subían las personas para ver la ciudad desde lo alto, cerro que recibe su nombre por una enorme cruz de piedra que adorna el centro del mirador. El aire puro y la visión de los volcanes al otro lado de la ciudad que se dibujaban perfectamente enfrente de nosotros, hizo que me enamorara aún más de aquel país que se había robado mi corazón por siempre, ya habían pasado varios días desde que había llegado a tierras guatemaltecas y por la falta de tiempo y capital habíamos decidido no seguir avanzando más hacia el sur, realmente dolía saber que estábamos tan cerca de lugares tan bonitos como Wellington, El Salvador, Honduras o las paradisíacas playas de arenas negras como el carbón que tanto había visto en fotos a lo transcurso del viaje, pero así es la vida, lo único que me quedaba era esperar a un día poder volver a tener la oportunidad de regresar y seguir explorando estas tierras.

Autobus tipico de Guatemala

Otra cosa que vale la pena conocer de Antigua, son sus mercados de artesanías, existe uno que es casi del tamaño de un campo de fútbol pero techado, en este se pueden encontrar mascaras con formas de animales, demonios, ángeles  o viejitos, también podemos ver títeres, ropa con leyendas referentes a Guatemala, llaveros, vasos, cuadros, litografías, fotografías a gran escala, tapetes con tantos colores como el arcoíris, chocolate (como ya había mencionado), letreros con mensajes inspiradores y unos cuantos con chistes de humor subido de tono, entre muchas otras cosas, en verdad vale la pena entrar a estos lugares porque son museos del arte local, bastante coloridos y entretenidos.

El famoso arco de Antigua y un juguetero

El día pasó volando, por lo que decidimos buscar donde cenar y prepararnos para volver una vez más a los clubs de la ciudad. Volvimos a nuestro improvisado hogar (el auto), Carlos pidió pasar al baño en un hostal, para nuestra sorpresa ahí mismo estaban Charlotte y Caroline Müller, las chicas francesas que habíamos conocido en Flores y en Cobán, los cinco estábamos impresionados por la coincidencia y una vez más les preguntamos si querían viajar con nosotros, con lo que accedieron en esta ocasión pero solo hasta la Ciudad de Guatemala porque les habían robado sus pasaportes y tenían que recuperar un pasaporte provisional en la embajada de su país.

Mascaras


Habernos encontrado con las hermanas francesas hizo que decidiéramos no desvelarnos tanto, al día siguiente habíamos quedado con Charlotte y Caroline de que íbamos a salir a las seis de la mañana y aparte de eso habíamos escogido dormir en el auto los tres con la intención de ahorrar algún dinero, como le hicimos en Chetumal. Así fue como tratando de conciliar el sueño en el asiento del conductor de un aveo pensaba en lo maravilloso que puede sentirse uno por tener el valor de dejar de hacer lo que la gente espera de uno y empezar a vivir. El asiento del conductor era incómodo para dormir, con el volante estorbando casi a la altura de mí pecho, pero el sentimiento de felicidad de estar viviendo mi propia historia que ahora escribo me hacía sentir como si estuviera durmiendo en un colchón en él Hilton. Fue así como aprendí que las cosas sencillas son las que dan la felicidad en la vida. Hace un año tome la decisión de ser feliz a pesar de todo, y no me arrepiento.

Cerro de la Santa Cruz

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