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| Toda Antigua |
Desde niño sentí
fascinación por la palabra escrita; por los libros. Desde ese entonces a la
actualidad, he tenido la oportunidad de que diferentes autores motiven mi imaginación
en dirección a los lugares más variopintos, desde las peligrosas favelas en Rio
de Janeiro que describe Paulo Lins en su libro “Ciudad de Dios” hasta las frías
calles de Moscú en la historia que escribió Máximo Gorki en su libro “La
madre”. Gracias a Gorki y muchos otros autores de diferentes épocas, también he
tenido la oportunidad de viajar en el tiempo como lo hice con “La isla bajo el
mar” de Isabel Allende, en la que exploré las calles de Port au Prince en Haití
durante el dominio francés a este país caribeño y las colonias burguesas
afrancesadas de Santo Domingo, República Dominicana. La habilidad de Isabel
Allende para describir con precisión quirúrgica los detalles de la vida de los
esclavos africanos en las plantaciones de caña de azúcar, me hizo aborrecer el
maltrato y las diferencias raciales que nos han degradado como seres humanos a
lo largo de la historia. He recorrido las calles empedradas de Inglaterra
cientos de veces gracias a las palabras de Arthur Conan Doyle y Oscar Wilde, he
navegado el Mississippi, a través de las hojas de “Huckleberry Finn” o
explorado lugares salvajes de África gracias a la pluma de Haggard en su libro “Las
minas del rey Salomón”, todo esto sin tener que salir de mi casa, gracias a que
un hábil escritor tuvo el talento para expresar lo que veía y lo que sentía en hojas
en blanco que sirvieron de lienzo a su imaginación. Imaginación que sirvió de
combustible a mi hambre de ver el mundo, ganas de ver todos aquellos lugares
con mis propios ojos y experimentar en carne propia las aventuras de todos esos
personajes que han hecho de mi mundo un lugar menos aburrido. Menos rutinario.
Fue así como
comenzó uno de mis grandes sueños, el cual estoy viviendo hoy día. Poco a poco
me he convertido en el arquitecto de mis sueños, el encargado de diseñarlos tal
cual me gustan y el responsable de ver que se hagan. Y es así como he llegado a
este punto, en el que he dejado de ser yo el que está sentado leyendo para
convertirme en el que está relatando la historia de los maravillosos lugares
que he tenido la oportunidad de ver con mis propios ojos. Lugares que me han
inspirado a plasmar en archivos de Word cientos de historias y personajes
basados en lugares y personas reales que he conocido a lo largo de mi camino.
Hace un año que paso la aventura que ahora escribo, y con la cual cerré mi
viaje por Belice y Guatemala. Un año es tiempo suficiente para que pasen muchas
cosas y también para aprender, pero si pudiera dar un resumen de las grandes
lecciones que me han dejado todos estos días, seria esta: no hay nada mejor en
este mundo que ir a buscar lo que a uno le hace feliz, aun si se tiene que
lidiar con las críticas de las personas que no creen en ti. Aun si tus amigos y
familiares tratan de disuadirte de que estas tomando un camino extraño por el
simple hecho de que no saben a dónde te diriges, vale la pena amigo mío, aun si
ni siquiera tu sabes a donde te diriges, o si las circunstancias te hacen
cambiar tu estilo de vida por una mochila con pocas pertenencias, al final de cuentas,
el levantarme cada mañana y ver al tipo que me regala una sonrisa sincera todos
los días al otro lado del espejo, no tiene precio. Pero ya me desvié, la
lección es esta: Si algo te hace feliz, hazlo.
Fue así como
hace un año, con el sentimiento de por fin empezar a realizar lo que siempre había
deseado, abrí los ojos esa mañana a finales de julio. Con la boca pastosa por
culpa de la sed, salí a la calle a ver que compraba por unos cuantos quetzales.
Era domingo y las calles estaban vivas, rebosando de gente que iban de un lado
a otro, muchos de ellos iban a instalar sus puestos de comida en el mercado y
otros tantos se dirigían a sus servicios religiosos, se veían testigos de
Jehová, católicos, cristianos y por supuesto los mormones, a los cuales
reconocí por su ropa: camisa blanca, pantalón de vestir y corbata. Me acerqué y
les pregunté en qué dirección estaba la capilla. Regrese a la habitación que
nos había rentado la tía y levante a Melanie y Carlos para que fuéramos a la
iglesia. Nos pusimos nuestras mejores ropas, que en mi caso consistió en un
pantalón no tan sucio y la única camiseta limpia que me quedaba.
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| Iglesia amarilla "La buena voluntad del pueblo" |
Los servicios
fueron los mismos que hubiéramos tenido en México o en cualquier otra parte del
mundo, por lo que no hablare de ellos en esta ocasión. Después de esto fuimos a
conocer Antigua de día, la noche anterior solo habíamos tenido la oportunidad
de ver la ciudad iluminada por la luz de la luna, los faroles de las calles y
las luces de las casas, comercios e iglesias. Aun así, Antigua tuvo lo
suficiente como para enamorarnos, aunque debo decir que con la luz natural del
sol pegando sobre los edificios, la belleza de la ciudad colonial pasaba a otro
nivel. Un anillo de cerros rodeaba el pequeño valle como si quisiera cuidar su
belleza de manos invasivas, como si Antigua fuera un secreto, una perla entre
las cordilleras de Guatemala, aunque en realidad algunos de estos cerros eran
volcanes, volcanes que según nos contaron los pobladores aún seguían activos.
Las iglesias y las casas hablaban de un pasado español muy marcado, mientras
que la población y la cultura nos hablaban de un presente indígena del cual los
lugareños se sienten muy orgullosos. Cualquiera que visite Guatemala se va a
enamorar de dos cosas, lo primero, sus paisajes y después su gente. Los locales
son personas cálidas como el latino sabe serlo y amables como solo el
guatemalteco sabe.
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| ¿Nubes o el humo de los volcanes? |
Ya que hace un
momento hable de religión, sería un pecado que no hablara de la gastronomía guatemalteca
y lo que comimos ese día. Para ajustarnos a nuestro corto presupuesto decidimos
dirigirnos al mercado, donde encontramos un puesto en el que una señora vendía
frutas de todos los tipos, desde mango, papaya, jícama, pepino, piña, coco,
entre muchas otras. No perdimos el tiempo y compramos montones para ir comiendo
mientras caminábamos entre las calles y callejones de la ciudad, las comisuras
de nuestros labios chorreaban por lo jugoso de las frutas mientras que nuestras
papilas gustativas se encendían al sentir lo dulce que es la fruta que crece en
esa parte del país. Y hablando de frutas, hay que hablar de una de las más fáciles
de cultivar en esta región y por la que son bastante famosos en el país los
antiguenses: el cacao. Podíamos ver puestos por todos lados que se encargaban
de vender los productos derivados del cacao, desde jabones hasta el delicioso
chocolate, el cual había combinado con todos los sabores que a uno se le puede
imaginar, con vainilla, fresa, frambuesas, arándanos, almendras, zanahoria,
calabaza e incluso unos más exóticos que combinaban tocino, los cuales no me
decidí a probar (Y me arrepiento). Un paraíso para todo amante del dulce e
incluso para los que no también, porque también contaban con chocolate del tipo
amargo el cual era excelente.
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| El templo de las chocoaventuras |
Caminamos un
rato hasta que por fin llegamos a un arco enorme de piedra pintado con un color
amarillo ligero. Por lo que nos pudimos dar cuenta, este era uno de los
monumentos icónicos de la ciudad. A unas cuantas cuadras de ahí se alzaba el
cerro de la cruz, al cual subían las personas para ver la ciudad desde lo alto,
cerro que recibe su nombre por una enorme cruz de piedra que adorna el centro
del mirador. El aire puro y la visión de los volcanes al otro lado de la ciudad
que se dibujaban perfectamente enfrente de nosotros, hizo que me enamorara aún
más de aquel país que se había robado mi corazón por siempre, ya habían pasado
varios días desde que había llegado a tierras guatemaltecas y por la falta de
tiempo y capital habíamos decidido no seguir avanzando más hacia el sur,
realmente dolía saber que estábamos tan cerca de lugares tan bonitos como
Wellington, El Salvador, Honduras o las paradisíacas playas de arenas negras
como el carbón que tanto había visto en fotos a lo transcurso del viaje, pero
así es la vida, lo único que me quedaba era esperar a un día poder volver a
tener la oportunidad de regresar y seguir explorando estas tierras.
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| Autobus tipico de Guatemala |
Otra cosa que
vale la pena conocer de Antigua, son sus mercados de artesanías, existe uno que
es casi del tamaño de un campo de fútbol pero techado, en este se pueden
encontrar mascaras con formas de animales, demonios, ángeles o viejitos, también podemos ver títeres, ropa
con leyendas referentes a Guatemala, llaveros, vasos, cuadros, litografías,
fotografías a gran escala, tapetes con tantos colores como el arcoíris,
chocolate (como ya había mencionado), letreros con mensajes inspiradores y unos
cuantos con chistes de humor subido de tono, entre muchas otras cosas, en
verdad vale la pena entrar a estos lugares porque son museos del arte local,
bastante coloridos y entretenidos.
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| El famoso arco de Antigua y un juguetero |
El día pasó
volando, por lo que decidimos buscar donde cenar y prepararnos para volver una
vez más a los clubs de la ciudad. Volvimos a nuestro improvisado hogar (el
auto), Carlos pidió pasar al baño en un hostal, para nuestra sorpresa ahí mismo
estaban Charlotte y Caroline Müller, las chicas francesas que habíamos conocido
en Flores y en Cobán, los cinco estábamos impresionados por la coincidencia y
una vez más les preguntamos si querían viajar con nosotros, con lo que
accedieron en esta ocasión pero solo hasta la Ciudad de Guatemala porque les
habían robado sus pasaportes y tenían que recuperar un pasaporte provisional en
la embajada de su país.
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| Mascaras |
Habernos
encontrado con las hermanas francesas hizo que decidiéramos no desvelarnos
tanto, al día siguiente habíamos quedado con Charlotte y Caroline de que íbamos
a salir a las seis de la mañana y aparte de eso habíamos escogido dormir en el
auto los tres con la intención de ahorrar algún dinero, como le hicimos en
Chetumal. Así fue como tratando de conciliar el sueño en el asiento del
conductor de un aveo pensaba en lo maravilloso que puede sentirse uno por tener
el valor de dejar de hacer lo que la gente espera de uno y empezar a vivir. El
asiento del conductor era incómodo para dormir, con el volante estorbando casi
a la altura de mí pecho, pero el sentimiento de felicidad de estar viviendo mi
propia historia que ahora escribo me hacía sentir como si estuviera durmiendo
en un colchón en él Hilton. Fue así como aprendí que las cosas sencillas son
las que dan la felicidad en la vida. Hace un año tome la decisión de ser feliz
a pesar de todo, y no me arrepiento.
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| Cerro de la Santa Cruz |








