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| Vista de las montañas de Groenlandia desde el avión |
Llevaba un poco más de 6 horas de vuelo desde Los Ángeles cuando los rayos del sol empezaron a entrar por las pequeñas ventanas del avión Boeing 777, faltaban dos horas y media por delante antes de que el avión aterrizara en tierras islandesas. Margarita dormía en el asiento de a lado, apenas nos habíamos conocido y ya habíamos pasado las primeras cuatro horas del vuelo intercambiando detalles de nuestras vidas; para ese entonces ya me había enseñado como sobrevivir con algunas frases en Bulgaria y yo le había platicado la leyenda del conejo en la luna de México. Las diferencias culturales eran más que obvias, sin embargo, muchas horas de vuelo sumadas a la curiosidad humana de conocer eso que le es ajeno, fueron suficientes para que al poco tiempo nos tratáramos como si nos conociéramos de toda la vida.
Fue por ahí de
la séptima hora que empecé a ver pequeños puntos blancos sobre el mar. Mi
lógica me decía que eran icebergs, me decía que estábamos cerca de Groenlandia,
pero el simple hecho de pensar que estaba tan lejos de casa, sobrevolando
lugares que solamente había visto en los mapas y en mis sueños, me impedía
creerlo. Al poco tiempo de divisar los primeros témpanos de hielo flotantes,
una voz en el altoparlante comenzó a hablar en islandés, era la segunda vez que
escuchaba la lengua, la primera vez había sido siete horas antes, cuando
empezaron a dar la explicación de lo que se debe de hacer en caso de que el
avión sufra un accidente. Cuando la voz termino de dar su discurso en islandés,
dio paso a explicar en ingles lo que ya sospechaba, en efecto, los puntos
blancos que veía flotando sobre el atlántico eran témpanos de hielo, y
estábamos cerca de Groenlandia. Pocos minutos después de esto, como si fuera un
gran manto que iba cubriendo el mar poco a poco, apareció el área continental
de Groenlandia. La visión de todas esas montañas y hielos perpetuos era capaz
de quitar la respiración a cualquiera, y así hizo conmigo. Mis ojos no daban crédito
a la belleza que estaba presenciando en aquel momento.
Pocos minutos
después de sobrevolar Groenlandia, Margarita Velcheva despertó. Ambos conversamos
animados sobre lo hermoso que era aquel paisaje congelado, de lo recóndito que
nos encontrábamos en el mundo y sobre las maravillas que nos esperaban.
Fue así, como
después de ocho horas y media de vuelo, al fin llegue a Islandia. Estaba
pisando por primera vez en mi vida tierras vikingas ¿Quién podría creerlo? la
tierra de Ericsson y de leyendas como el gran árbol de la vida Yggdrasil, las
Valkirias y el ragnarok.
¿Cuál fue mi
primera sensación al bajar del avión y ver la famosa belleza de Islandia? Frio,
mucho frio; y esto no era culpa del clima, inteligentemente se me ocurrió bajar
del avión con los mismos shorts con los que subí en California, aun teniendo la
oportunidad de cambiarme de ropa en el baño del avión. Aun así, el sentimiento
de aventura era aún mayor que la incomodidad de tener las piernas desnudas en
un clima hostil. Ya abajo del avión, un pequeño autobús nos llevó hasta la
entrada del aeropuerto, donde me despedí de Margarita prometiendo que si algún día
visitaba Bulgaria o Holanda que era donde ella vivía, la visitaría, al igual
que ella si visitaba México en alguna ocasión.
Minutos después
de cambiarme el pantalón, corrí a comprar el boleto que me llevaría hasta la
ciudad de Reikiavik, la capital de Islandia.
Una vez fuera
del aeropuerto, me costaba creer todo lo que mis ojos veían, era como si
hubiera viajado a otro planeta. La primera cosa que llama la atención a
nosotros los extranjeros es que no se ven arboles por ningún lado, solo
praderas enormes, como si fueran mares de un verde oscuro como el musgo, el
cielo gris, y a lo lejos, al final de ese océano de hierba, se puede ver el mar
del norte que golpea con fuerza y furia las costas rocosas del país. De vez en
cuando durante el trayecto de media hora del aeropuerto a la ciudad, nos topamos
con pequeños cuerpos de agua, como arroyos y pequeñas cascadas que
contrastan con el paisaje que a mi parecer se me antojaba agresivo, pero con
una belleza salvaje casi abrumadora.
Poco a poco
fueron apareciendo pequeñas casas de madera de colores rojo, verdes o azules,
algunas de las cuales tenían pequeños muelles donde había botes amarrados los
cuales se usan para pescar. Era una verdadera maravilla estar en un lugar tan
diferente a mi hogar, no podía estar más agradecido con la vida por permitirme
ver aquellos paisajes con mis propios ojos. Por permitirme ser de los
afortunados que cumplen sus sueños, aun contra los pronósticos y las preguntas
que la gente me hace: ¿Qué estás haciendo de tu vida? Al ver las maravillas de
los lugares que he visto, sin duda puedo contestar que exactamente estoy
haciendo para lo que he nacido: ser feliz.
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| Grandes extensiones de hielos perpetuos y pequeños lagos |
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| Islandes |



