Para ti, para
mí, para todos los humanos; pero en especial para todos los mexicanos.
-Comete todo. –
Me decía mi madre. Como también seguramente también les decían a muchos. Frase que
estábamos acostumbrados a escuchar cuando éramos niños.
-No quiero mamá.
¡Pica! ya estoy enchilado. – Le respondieron la mayoría que al igual que yo
fuimos criados en un hogar mexicano mientras veíamos el plato con chicharrón en
salsa verde humeando frente a nuestros ojos. Podíamos tener incluso los labios
al rojo vivo. Sintiendo un dolor que en esas ocasiones era todo menos
placentero. Aun así a nuestra madre le importaba poco, ya que era parte de
nuestra educación.
-Te comes todas
esas mugres que venden en la tiendita y esas no te pican ¿Verdad? – Esta era la
forma en la que te respondía tu madre, respuesta que, por su tono de voz, no admitía
discusión.
Este es un
ejemplo de cómo en nuestra cultura, desde pequeños se nos enseñó a aguantar el
dolor. Incluso se nos enseñó que, con el tiempo, una situación de dolor la
podíamos convertir en algo placentero, se nos daba la oportunidad de que con el
dolor podíamos volver nuestra comida deliciosa. Se nos enseñó a aguantar, a
soportar y agradecer por lo que tenemos. Con el tiempo también aprendimos que
en la vida había dolores que causaban de todo, menos satisfacción.
Hubo un momento
en el que los dolores dejaron de ser raspones o simples golpes que nos dábamos
al jugar. Llegó la adolescencia y nos dimos cuenta lo doloroso que podía llegar
a ser un rechazo o un rompimiento amoroso. Desde ese punto en adelante supimos
que los dolores solo iban a acabar con el día de nuestra muerte, o por lo menos
eso nos prometieron.
Diane Arbus / Crying baby, New Jersey
Un día nos
despertamos y comprendimos que la economía de nuestro país estaba por los
suelos, que la gasolina tenía un precio que se elevaba por los cielos, que
nuestra moneda perdía valor y que incluso nuestros gobernantes se burlaban de
nosotros subiéndose los sueldos en tiempos de crisis, el amarillismo no faltaba
en los medios de comunicación y la violencia se había vuelto el pan nuestro de
cada día. Entendimos que nuestros líderes habían mancillado nuestro orgullo y se
habían reído de nuestra necesidad. Un día nos dimos cuenta que, por el hecho de
haber nacido en un punto específico del mapa geográfico, nuestros sueños eran
aún más difíciles de alcanzar que para personas que nacieron en países como
Estados Unidos, Alemania o Japón. Por culpa de estas y otras barreras, nos
dimos cuenta, que, aun naciendo con el talento, por el simple hecho de haber
nacido en México, se nos ponía más difícil. No es ningún secreto el poco
interés y apoyo que se muestra por parte de nuestros líderes a nuestros atletas
en las olimpiadas, o a la poca difusión que se le da a los científicos,
matemáticos o escritores mexicanos que logran algo importante en el extranjero.
Pero no digo que todo sea ignorado en nuestro país, nos tienen embobados con
programas de mala calidad en el que te venden la idea de que la mediocridad
está bien mientras uno sea feliz, o que ser maleante, con muchas mujeres, autos
lujosos y usar la violencia como estandarte es una forma de vida aceptable,
cuando no es así. Todo esto duele, y desgraciadamente nos hemos acostumbrado a
ello e incluso lo hemos vuelto algo placentero.
Así como veo las
cosas, podemos tomar al dolor de dos maneras. La primera es que nos conformemos
y aprendamos a amarlo como amamos al picante, o la segunda es que lo volvamos
un detonante, una inspiración, nuestro combustible para salir adelante.
Culturalmente, siempre
nos hemos dicho a nosotros mismos que otros son los que deben de hacer el
cambio, los que nos deben de solucionar la vida, frases como: “Si soy pobre es
culpa del gobierno”. No sé de culpables porque no soy juez, pero si se por
simple lógica que si nacimos pobres no es culpa de uno, pero si morimos pobres
y sin haber hecho nada al respecto definitivamente somos culpables.
Me duele que
México no alcance el potencial que merece y al que estamos destinados como
pueblo, me duele que no seamos el país que merece nuestra bella raza de bronce.
Pero no voy a permitir que ese dolor se vuelva placentero en mí. Que ese dolor
se vuelva parte de mi vida. He decidido cambiar como ciudadano, he tomado la
decisión de no tranzar para avanzar, respetar las vialidades, ser más cívico,
estudiar, informarme, no tirar basura en la calle, obedecer las reglas, respetar,
dejar de culpar y ocuparme. He decidido que quiero un México mejor para mí y
para las futuras generaciones que vienen. Un México en el que no necesitamos de
países como Estados Unidos para sobrevivir, en el que no vamos a permitir que
un “extraño enemigo” nos pisotee y nos llame violadores. Ese es el México con
el que sueño, el México que merecemos. Sé que el cambio empieza conmigo.
Definitivamente
no tengo el México que quiero, el primer paso es dejar de mentirnos. Y eso
duele.
Es hora de dejar
de delegar responsabilidades. Dejar el “Si Dios quiere” por el “Porque quiero”
y “por qué puedo” a la hora de hacer las cosas. Aun si Dios y nuestros líderes
no están dispuestos a escuchar nuestras plegarias para sacarnos adelante, nos
quedan las fuerzas de nuestros músculos, de nuestras piernas, de nuestros
brazos y de nuestros hombros para lograr lo que deseamos, el México que
queremos.
Si se nos cierra
una puerta, aun podemos buscar otra, patearla e incluso abrir un boquete en la
pared contigua, pero detenerse no es una opción.
Sí, tenemos una
cultura de dolor, pero esa es nuestra gran ventaja. Aun contra todo pronóstico,
somos un país de oportunidades, el país donde todo se puede y no por la
corrupción como comúnmente estamos acostumbrados a señalarlo. Somos el país de las
oportunidades porque como mexicanos no nos falta el ingenio, no nos faltan
recursos, solo nos faltan las ganas.
El dolor es
bueno porque es el encargado de avisar al cuerpo de que algo está mal y tenemos
que arreglarlo inmediatamente. ¿Hay algo que nos duela que tengamos que
arreglar en nuestro México?

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